20 diciembre 2011

Encontré la libreta de apuntes de Florit, pero la leí antes de devolvérsela




(Sobre "Materias de libre competencia y regulación" de Andrés Florit Cento, Das Kapital Ediciones, diciembre de 2011, Santiago de Chile).





La libreta de apuntes de un poeta es en sí su arma de servicio, siempre lista para salir del bolsillo y apuntar en ella lo que pasó en la calle, en el bar, en una esquina de una ciudad ¿qué ciudad? Da lo mismo, el problema de las ciudades no son ellas en sí, si no los habitantes que la ocupan, y aquí estos desconocidos habitan el libro como una ciudad, toman en una mesa más allá, son compañeros de viaje en donde siempre se tiene un destino distinto, perros que siguen buscando cariño o comida y no se les da ninguna de las dos cosas y así se van, saben que así es el juego. Alguien dice algo pero no a uno, sino simplemente se estuvo justo ahí para escucharlo, una frase al pasar que es como oír la caída de un árbol en un bosque donde jamás se ha estado, pero Florit sí estuvo, y con un hacha en la mano.



Pero las libretas son eso, notas rápidas que casi siempre sólo su dueño las entiende. Fragmentos, ideas vagas, citas de algún autor que se lee o partes de una canción que se anota apenas se escucha, pero también hay poemas que nacen de una y que el manuscrito original se trascribe tal cuál, y así se queda hasta llegar a imprenta. Eso me pasa con “Materias de libre competencia y regulación”. A veces son esqueletos, versos que serían el comienzo o el final de un poema mayor, pero que aún no se escribe. En otras una síntesis, pensamientos, algo que hay que escribir para poder recordarlo y usarlo después. También hay recuerdos que vienen de la nada, algo pasa ahora y eso hace que la memoria traiga, por ejemplo un futbolista cayendo de un edificio y que de él lo único que se recuerda es un gol al mejor y más grande equipo del país, o dichos que en algún momento se le escuchó al padre, y viniendo de ahí siempre es una enseñanza. A veces la verdad franca con uno mismo, y que está escrita. No a modo de confesión ni de querido diario, sino como un acuerdo claro consigo, esto pienso sobre aquella cosa, esto me pasa con tal. En otras son frases ingeniosas, simples notas que resumen un día, un momento, frases que se podrían usar para publicarlas en alguna red social, para buscar opinión o aprobación con un comentario, cantidades de pulgares arriba, un eventual retwiteo a modo de una cita (sic.), pero como en toda red social es sólo mediata, exprés, algo que si no tiene esa aprobación no pasa a las “noticias destacadas” o si ese lector no se conecta en días jamás podrá leerlas.



Respondiendo a Bertoni que en la contraportada dice que leyendo este libro dan ganas de conocer al autor, digo que conocí a Florit en la mesa de mármol del taller Santa Rosa 57. Ahí, dentro de las cientos de fotocopias con poemas que pasaron para recibir críticas, correcciones, desde la carnicería grindcore hasta la aprobación, varios de estos textos hubiesen pasado sin pena ni gloria, o hubiesen sido víctima de amputaciones con machete o tendrían retoques de bisturí, pero aquí el editor las dejó pasar tal cual. La corrección o el filtro siempre serán subjetivos, por lo mismo ahí no apunta la crítica, pero me da el sentir que este libro tiene más hojas de las que debería. Insisto sobre el libro en sí, también hay poemas como corresponde, buenos de verdad, pero se pierden entre tanto ripio.



Y de esos poemas buenos, algunos cortos, como viñetas o fotos que se toman por casualidad, pero que tienen el momento y ángulo justo. Algún gil contará los versos, dirá que son haikus, pero eso es otra historia, y que estoy seguro que a Florit poco le importa. Aunque la mayoría de los buenos textos de este libro tienen una extensión mucho mayor. Poemas que tienen por acierto evocar la memoria y hacer que ese recuerdo personal de Florit sea una historia de todos, que uno cuando la lea evoque el propio recuerdo, como el profesor de técnico manual, y entonces es uno el que vuelve a entrar a la sala de clases, con cotona, pero sin materiales o sin talento. La gracia de Florit no es caminar la calle sino leerla como un libro o ver en ella que se están filmando muchas películas a la vez y busca esa escena donde quedó el marca páginas y que volverá de nuevo en la cabeza, o va oyendo la ciudad como si fuera una radio y se escucha por los audífonos para dejar en la hoja ese estribillo, aquel coro de una canción que no importa si es buena o mala, lo que importa es que se pegó, y un recuerdo con ella. La soledad de acordarse de la pareja que ya no se tiene o que está lejos y volver a ponerla en la cama, pero no, es sólo una tarde de domingo, es una vuelta del trabajo, y se está solo. Los amigos, esos sujetos que engordan y pierden pelo hablando de poesía con una piscola en la mano. Sí, esos sujetos también los conozco, los veo hacer sus gestos, voy leyendo y escucho en la cabeza no la voz de Florit, sino la de ellos, conozco también esa ciudad y veo los perros vagos con los que yo me he topado, también me doy vuelta a ver esos culos con bonita cara o respondo a las preguntas de una mesera que es decenas de mujeres, que está en montones de bares, pero que es en sí sólo una. He ahí el juego útil y cómplice del libro. No es recorrer junto con Florit la ciudad que él nos muestra, sino evocar en uno esos espacios de tránsito que toca atravesar a diario, esas esquinas que se repiten, gente x que uno mira, mientras uno es el x para ellos, hacer la pega de extra en la vida de los demás.



Cuando le devuelva la libreta a Florit, quizá con gente gorda y calva por testigo, dirá piscola en mano algún chiste de stand – up comedy a modo de verdad, terminada por un insulto. No hay necesidad de responderle, él solo encogerá los hombros, mostrará la palma abierta y dirá alguna excusa que resuelva el caso. Eso lo hará por horas, con los años cada vez que se toque el tema, o peor aún, lo hará en un poema.




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