04 abril 2011

Sobre el libro "Dhyana" De Diana Taborga

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Escribir es un ejercicio solitario. La meditación también. Entonces la soledad es necesaria para poder pensar en otros, para referirse a otros desde la distancia. Ese torrente que encausa “las ideas en orden”, que da calma y enfría el pasado. La lucidez, la concentración sobre las cosas que retumban en la cabeza.

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Así la escritura nace de esa concentración, de ese pensar lúcido y calmo, y a su vez esa concentración se vuelve escritura cuando sale por la mano deslizándose sobre la hoja. Ejercicios rotativos. Circulares como una mandala. Un ir y venir entre el YO del pensamiento, el TU de la distancia, de la soledad, y el TODO que se convierte en la escritura.

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El Yo, una procesión interna, un vagar por uno mismo, donde se medita para hallar una respuesta, así como se escribe para hallar un arte.


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El Tú, una parte íntima, romántica, de añorar al otro, de otro tiempo, alejado por esta soledad. De una “eterna ausencia” contemplada desde una “frágil naturaleza”. Mientras tanto bailar, hundirse, mojarse, desear. Verbos que se conjugan solos, y así quedan a la espera de compañía. Solos como un arlequín guardado en el baúl, lejos del público, pero cerca del amo.


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Y un Todo, amplio, gigante, difuso, como la misma escritura, como las infinitas combinaciones de pensamientos que transcurren en la meditación. La memoria que salta y pega con una alguna escena cualquiera. Sueños que se recuerdan y se vuelven realidad al escribirse. Así renace el pasado, se vuelve a hacer y con eso se transforma, se vuelve un Todo.


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